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Evocación, recuerdos y memoria

Actualizado: 24 ene 2021

“Para mí, un helado de limón. Pero caliente, por favor.” Solo eso logro recordar de mi parte favorita del libro de lectura de segundo grado.


Intento por todos los medios acordarme del nombre de la nena, el personaje que tanta gracia le hacía a mi papá, que cada dos por tres me pedía que le repitiera de memoria. No entendía qué le podía causar tanta gracia de ese texto. Tengo que llegar a adulta para darme cuenta de que la gracia está en la nena que lo cuenta y no en las palabras.


¿Cómo hace uno para completar una parte de la vida que tiene borrada? ¿Por qué no puedo acordarme del nombre que dije mil veces a pedido de mi padre? ¿Agustina? No.

En vez de intentar recuperarlo, lo primero que siento es una especie de hundimiento por la pérdida irreparable que podría significar olvidar para siempre un recuerdo. Y mientras me quedo filosofando sobre la caducidad de las vivencias y la fragilidad de la memoria veo mentalmente desfilar Fernandas, Alicias y Marcelas sin dar con el nombre del personaje que sigo y sigo buscando.


¿Cómo emergen los recuerdos sumergidos en el mar del olvido, que es el único océano en el que, tarde o temprano, navegarán alguna vez todos los días vividos? ¿Qué me diría mi hermana si la llamara para preguntarle si se acuerda el nombre de la nena? ¿Cuál sería su versión? ¿Puede un cerebro externo devolvernos un recuerdo, un fragmento de nosotros? En ese caso, ¿tendría el mismo valor que si hubiera surgido de mi propia mente?


Abro el celular con el impulso de preguntarle a Google si reconoce ese único fragmento de lectura infantil. Pero una cosa es olvidarse el nombre de un actor o un río. Eso es más fácil de encontrar en las aguas de internet. En cambio me parece imposible dar con ese preciso fragmento de ese preciso libro, pasados 50 años de aquella lectura escolar.


De pronto se me presenta la evidencia de que la infancia no queda atrás sino dentro de nosotros y me siento en una emboscada. El tiempo otra vez me tomó de rehén distribuyendo los olvidos a su antojo.


Lucrecia. Se llamaba Lucrecia, me sobreviene el nombre y siento el alivio tibio de haber tapado el primero de una larga lista de parches que mi memoria parece tenerme reservada.

Y allí voy, decidida a seguir viviendo como si nada. Como si haber resuelto este enigma pudiera devolverme a la amnesia con que la vida cotidiana se ocupa de enterrar los recuerdos bajo el polvo de la desmemoria.


Entonces opto una vez más por la escritura, por esparcir esas miguitas de pan que como Pulgarcito van dando cuenta, como faros, de que todo lo vivido puede volver, una vez más, a las costas del recuerdo.



 
 
 

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©2021 by Betina Mariel Bensignor.

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